lunes, 8 de junio de 2009

EL REINO DE PRESTE JUAN

Un caballero llamado Mandeville, aburrido de la ordinaria vida de su tierra, se lanzó por el mundo en busca de sorpresas. Había escuchado que en tierras lejanas existía un país maravilloso. La leyenda era tan impactante, que decidió ir a comprobar si aquello era realmente cierto. Así que despidiéndose de sus padres y hermanos, subió a una frágil embarcación y se fue mar adentro.
Pasaron muchos años sin que nadie supiera absolutamente nada de él, más un día apareció en Venecia, vestido de sedas preciosas, adornado con joyas que envidiaban los más poderosos, perfumes que hacían soñar, innumerables esclavos que le otorgaban honores de rey, ofreciéndole vinos exquisitos que le servían en copas de oro y diamantes. Nadie llegó a imaginar siquiera que aquél ilustre personaje era el pobre Mandeville que se fue en busca de aventuras. Todos pensaban que era el mismísimo Preste Juan de las Indias, poderoso Señor de aquél reinado de leyenda. Pero Mandeville se encargó de hacer las aclaraciones pertinentes.
Durante muchos siglos perduró la leyenda de un sacerdote rey, fabulosamente rico, en cuyo reino misterioso, situado en alguna parte de Africa, resplandecían la paz y la justicia y se desconocían el vicio y la pobreza. Se trataba de un país maravilloso. Mandeville afirmaba que en esa región no crecían hierbas venenosas, ni se escuchaba el quejumbroso croar de la rana; tampoco había escorpiones, ni la serpiente se deslizaba bajo la hierba.
Era muy difícil llegar hasta allí, ya que en el desierto vivían salvajes de aspecto horrible, que tenían cuernos y, por todo lenguaje, gruñían como los cerdos. También había pigmeos, gigantes malignos y, finalmente, una raza que se alimentaba de carne humana y de crías prematuras, y que no temía a la muerte. Cuando moría alguno de estos salvajes, sus amigos y parientes lo devoraban con ansia, porque consideraban que su principal deber era masticar carne humana.
Al enfrentarse con sus enemigos devoraban hombres y bestias. Porque eran extremadamente agresivos. Más estos eran tan solo un ejército protector.
El palacio del Preste Juan era de cristal con techo de piedras preciosas. Un espejomágico le avisaba de cualquier conjura que pudiera tramarse en el reino. El rey dormía en un lecho de zafiros. Sus vestiduras estaban tejidas con lana de salamandra y purificadas con fuego. Había dragones ensillados sobre los que cabalgaban sus guerreros por los aires. Estaba a disposición de todos la fuente de la juventud y el propio rey contaba 562 años.
El Preste Juan, cuyo nombre significaba sacerdote Juan, era, según se decía, jefe de los nestorianos, antigua secta cristiana, y descendía de uno de los tres Reyes que adoraron al Niño Jesús.
Parece ser que los primeros relatos de este poderoso rey fueron difundidos en el año de 1145 por el obispo de Gebel, en la región de lo que hoy es Líbano. Posteriormente, en 1665, circuló una carta por todas las cortes de Europa, dirigida al emperador bizantino Manuel, y según eso fue escrita por este deslumbrante rey, el Preste Juan, donde se declara soberano de la India y Señor de los Señores. Varias copias de esta carta se conservan actualmente, una de ellas en el Museo Británico.
Fue tal el impacto que provocó la leyenda del Preste Juan, que famosos viajeros, como Giovani de Monte Corvino y el propio Marco Polo partieron en su búsqueda, aunque con resultados infructuosos.
Muchos soñadores aún hoy en día creen que en algún lugar, por ahí entre las arenas del desierto, en alguna región totalmente inaccesible existe este reino. ¿A quien no le agradaría encontrar el paraíso?

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